domingo, 16 de abril de 2017

"AL FINAL..."



De mi libro:


"VOCES DE INTERIOR Y LO QUE LA PIEL RESPIRA"

   “No hay miedo más grande que el que se siente cuando no se siente nada”

                                                 A la primera persona (ALEJANDRO SANZ)






Y AL FINAL …


Y ella se acurrucó en el hueco que quedaba entre su cuello y su pecho. Hablaba de lo bien que se encontraba en su seno, en la seguridad que le proporcionaba. Eso era algo que nunca le había ocurrido antes.
Le gustaba imaginar sobre su olor particular y pensar en la mejor manera de amarla, de besar su cabello. Jurar que nadie le había amado de esa manera
—No me faltes nunca, pues tú eres la luz que me guía y el sendero por el que transcurrir mi vida -señalaba ella, mientras jugaba con los dedos de él.
Cuántas veces se habían prometido eternas bellezas, juramentos firmes en los que brillaban el amor y los sueños compartidos. Escuchaban abrazados la música del corazón. Él levantaba su mentón y le dedicaba una mirada cargada de ternura.
—Y tú… Ya no hay nadie más que tú -susurraba en alto, acompañando el estribillo de la canción.
Para él siempre sería “solo ella” y a cambio, ella sonreía y parecía callar emocionada.
Pero ella se deshizo en pedazos cuando él quiso volver a tocarla.
Su presencia pasó a ser nada. Una visión que borrosa ya, se disolvió ante sus velados ojos. En realidad, se percató de que nunca había sido.
La canción siguió reverberando entre las olas y la arena de la playa. Pero el pecho de él ahora se halla vacío, sin que nadie ocupe el hueco existente en el nacimiento de su cuello.

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miércoles, 5 de abril de 2017

"LA NIEBLA QUE ME OPRIME"


Un relato intimista incluido en mi libro 

VOCES DE INTERIOR Y LO QUE LA PIEL RESPIRA


“Nunca me fío de la risa, pero tampoco del llanto. Son dos verdades a medias y a menudo ocultan lo que en realidad esconden”
 




El frío azote del viento marino cruza mi rostro. Retiro mi cabeza y echo el seguro al ojo de buey de mi camarote.
Las arrugas que la vida ha dejado impresas en mi cara facilitan que el aire circule sin trabas entre sus profundos surcos. Pero este aire de viciado aliento no provoca en mí escalofrío alguno. He sufrido cada uno de los temblores de la vida y nada logra sorprenderme ya, ni siquiera me eleva la frecuencia del pulso.
Es tan duro el curtido de la piel que me viste, que a veces siento que estoy casi tan muerto como lo está ella. Por eso he decidido emprender este postrer viaje, superadas innumerables y dolorosos escollos que han marcado mi devenir, para encontrar a solas la respuesta a muchas de mis preguntas. Aunque quizá, en realidad, deba contestarme a una sola de ellas, a la más importante.
“¿Si encuentro la fuerza y la decisión que busco, seré capaz de llevarlo a cabo?”.
Pero en el inevitable erial en el que se ha convertido el interior de mi cabeza, no diviso el objetivo que persigo con esta huida hacia adelante. No alcanzo a vislumbrar el lugar al que me conducirán estos pasos que he comenzado a dar. Y mientras no lo averigüe, la pregunta seguirá sin respuesta.
Desconozco la motivación que ha hecho de este viaje, mi única obsesión. Sin embargo, no es menos cierto, que ahora estoy mucho más asustado que cuando decidí emprenderlo. Algo terrible, aunque liberador, se esconde detrás de ese temor, más, aún, no soy capaz de descifrarlo. 
Mi cabeza sigue dándole vueltas a todo. Es incapaz de encontrar el descanso que encuentran el resto de las personas. Se extravía en la mayoría de las cosas que busca, y eso hace que asome a mis ojos la duda, ese interrogante de no saber muy bien hasta qué final va a conducirme todo esto.
Ni mi otrora fuerza interior, ni aquellas otras cosas que en tiempos pretéritos ocupaban mi mente, logran centrar ahora mis pensamientos. Noto, cómo se me dispersan, cómo se desdibujan en los renglones escritos del cuaderno de la memoria. Se difuminan ante mis ojos las figuras y los colores que pierden toda su viveza. La pena, la tristeza y la displicencia, me embargan sin poderlo evitar.
Pocas cosas tienen en estos momentos para mí, el mismo sentido que tuvo en sus orígenes.
Observo desde la atalaya de mis ojos físicos el violento y terrible oleaje del mar embravecido, con la blanca espuma de las ondas que crepitan y estallan contra la vapuleada quilla del barco.  Es el temido borbollón por el que ya de niño, tanto terror sentía. Ahora veo que se me viene encima en forma de avalancha.
“Qué sensación tan familiar la que siento ahora en mi cabeza -alcanzo a interpretar-. Con qué fuerza rompe el agua en mi mente agotada, y cuánta confusión crea en mi alma”.
Esa visión del mar embravecido, es la que obliga a mi corazón a rememorar la virulencia de las olas de la vida, cuando parte de ellas me han golpeado antes a conciencia y con la misma intensidad que ahora constato. Olas que han ido descascarillando la endeble armadura de mi ánimo, haciendo necesarias nuevas capas de pintura con las que consolidar el material interior. Al cabo de tantas manos aplicadas, esas pieles inventadas, se han superpuesto unas a las otras, obligándome a soportar la mayor de las cargas.
Pongo rumbo al oeste de mi vida, lo mismo que el barco que me transporta. Navegamos hacia aquel lugar en el que los únicos a los que considero auténticos poetas, afirman que la diosa del mar destruye al sol entre dolores y gemidos desesperanzados.
Quizá, es una particular elección considerada como cobardía en alguien que, al observar acercarse su final, se deja llevar entregado. Es posible que, se deba a un intento baldío por enmendar el camino recorrido, por evitarme un sufrimiento más entre tantos otros como hube padecidos.
Pero debo intentar centrarme ahora, aunque eso es algo que últimamente me supone un gran esfuerzo.
“No es posible deshacer las puntadas dadas en el traje de la vida” -me dijo alguien cuando yo era pequeño-.
En la pueril inocencia de mi recién estrenada senectud. En mi necedad más absoluta por intentar posibilitar lo imposible, no se me permite mantener lo bueno ocurrido en estos años, y, sin embargo, puedo recordar a la perfección tantas cosas de mi niñez y mi adolescencia. Como si estuvieran ocurriendo ahora frente a mis ojos.
A nada me conducirá presentar pataleo, renegar de aquello otro que no me ha generado alegría.
Sé que no debo esperar nada ya de este mundo de imágenes y sensaciones. Que me entregue me traerá mejor cuenta, pues es demasiado corto el futuro que me resta como para preocuparme por ello. Lo positivo de todo esto, es que ya poco más podrá quitarme de lo que ya me ha robado. 





Puede que, en último caso, logré alcanzar a comprender -antes de que me abandone por completo la conciencia- determinadas cosas que nunca logré interpretar. Y ojalá, encuentre significado a esa razón “divina” a la que adjetivan muchos así, que nos obliga a mantener vivo y de manera empecinada, un cuerpo, cuando su alma se difumina a grandes pasos en el interior del caos de la mente y cuando allí ya nada interesa, ni provoca el más mínimo sentimiento.
Quizá pueda comprender la razón del porqué se nos obliga a seguir respirando, participando de un juego que nos dejó de motivar mucho tiempo atrás.
“Estoy triste y desolado, terriblemente cansado. Mi mente, particularmente abatida en la desesperanza”.
Noto, cómo se desliza una lágrima por mi rostro. Siento en mis huesos los estragos del duro camino recorrido y la oscura bruma que me acecha.
La mente, esa extraña parte de mí que cada vez controlo menos. La laxa conciencia a la que se le escapan los colores que visten la vida, que se enreda en mi interior cada vez con mayor asiduidad, que no diferencia los matices verdaderos e importantes, de otros que ya no lo son.
Ese órgano etéreo e insustancial que todo lo domina, que todo lo ningunea cuando se halla al mando, ya no es capaz de dar las órdenes adecuadas.
Ha perdido el control supremo y anda dando tumbos de aquí para allá, adulterando la vida que me maneja, manteniéndome al pairo de los vientos de la tormenta como nave sin gobierno.
Mis amados recuerdos comienzan a aparecer borrosos y difuminados, parecen no ser ya míos. Tengo miedo por lo que supone, por lo que de soledad significará de aquí en adelante. Siento un terror infinito por no encontrar el momento adecuado para convencerme y asegurar: “¡Basta ya! Ha resultado ser suficiente”.
El viento salado que flota a mi alrededor me permite una respiración más cómoda y equilibrada. Esa inspiración que irradian mis pulmones de aire saturado y libre, aleja por unos instantes las asperezas del momento, regalándome una nitidez que no tardará mucho en alejarse.
Me duele no haber tenido un poco más de seguridad en estos tiempos tan difíciles como los que estoy viviendo.
Pero el aire fresco que se cuela por mis fosas nasales no lo es todo, y el dolor por haber llegado hasta aquí, en estas lamentables condiciones, termina por finiquitar la leve esperanza creada por el salitre del mar en el aire que me rodea.
Una nueva confusión invade mi alma y lágrimas de impotencia la inundan. Veo compungido, cómo el sol de poniente va acercándose a su cenit.
“¿Ha de ser siempre así en mi interior, entonces?”
Las pastillas que me han dado no sirven nada más que para disfrazar y relajar la realidad que me envuelve. Actúan solo para ahuyentar de manera temporal a esos horribles fantasmas que me envuelven y que se verán sustituidos de inmediato por otros nuevos, por ánimas en pena de mi pasado llamadas a capítulo, y que surgirán del espeso velo que me atrapa, con el único objetivo de aterrorizarme convenientemente, para vestir y redecorar las paredes de mi alma de verdadera angustia.
Nadie puede saber lo que uno siente cuando las brumas de la razón comienzan a ocupar ese espacio que antes solo lo habitaban, luces intensas y confortables.
Es difícil de asumir el cambio que se produce, cuando las caras y rostros conocidos dan paso al desvanecimiento de trazos ignotos y desvaídos, a los grises pálidos, a deslavazados tonos en el rugoso lienzo de nuestra memoria.
Me distraigo con los delfines que acompañan el firme avance de la nave. Observo sus cabriolas fuera del agua y los siento seguros de sí mismos, confiados en la ruta a seguir en cada momento, guiada por la información impresa en los genes de tantas generaciones como surcaron eternas las aguas de la vida.
Disfruto cuando se sumergen con esa elegancia que solo saben practicar ellos, con la alegría que transmiten saberse acompañados en la soledad de las corrientes marinas.
Quisiera ser uno de ellos, tener su seguridad y su plena conciencia. Pero eso ya no me resultará posible. La brevedad del tiempo que es la vida, ha superado el límite marcado en mi cronómetro. Ahora toca iniciar una honrosa retirada.
Debe existir una manera de solventar la angustia que me atenaza. Tiene que resultar fácil hallar la paz tan ansiada y no perder la dignidad a última hora. Lograr que el dolor se apague por una decisión personal que, aunque no a todos agrade, aunque escandalice a los moralistas que tan alto vocean, pueda permitirme un uso humano y personal de mi firmeza en la decisión, de mi postrera claridad de ideas al respecto.
Esas opiniones interesadas nada saben de mi angustia, de mi miedo. No conocen lo que verdaderamente ocurre en el interior de mi alma atormentada, de mi mente mancillada y maltratada por la vida, la cual nunca tuvo reparo en repartirme sus desgracias.
Pero creo firmemente en mi decisión, en mi anhelo de mantenerme sereno a pesar de todo, también en sus consecuencias.
No habrá nada ya que pueda impedírmelo. Se trata solo de una simple cuestión de dignidad, de una humana voluntad por resolverlo.
Y es que ese tiempo me gastó una mala pasada cuando decidió que mi cuerpo no acompañaría por siempre a mi espíritu, que por mucho que el primero mantuviese la elasticidad y el equilibrio necesario, con el paso de los años, este último quedaría huérfano de esta cualidad tan necesaria, cojo del grato y seguro sostén de la armonía.




Mi espíritu, otrora indómito, supo entonces que habría de marchar en dirección distinta a mi deseo, que pronto me abandonaría en la cuneta de una carretera secundaria, donde cualquier indicación que contuviera y por fácil que esta resultara, carecería del necesario sentido para mí.
Ahora, después de tanta búsqueda infructuosa, creo haber encontrado la señalización correcta a la cual atender. Desviarme en la bifurcación por la que deberé girar junto con el vehículo de mi vida y acceder a la salida de la vía principal, que durante tanto tiempo anduve persiguiendo.
Me ayudarán en el abandono definitivo mis amigos los delfines. Me auxiliarán con su empujón, los vientos y las mareas de levante. Lograré por fin, encontrar esa paz y el descanso que tanto anhelo.
Todo ello, deberá escribirse en el papel de mi vida antes de perder el último átomo de nitidez, mucho antes de que se me nuble del todo la razón y se me haga de noche en el interior del alma.
Deberé moverme deprisa, no sea que la espesa niebla que tanto me oprime el pecho, acabe por maniatar mis manos. Antes de que esa densa nube sin agua, con ese olor rancio a descomposición, pueda secuestrar mi natural derecho a decidir y a esa firme e inquebrantable voluntad que exhibo al respecto.

                                                         copyright©faustino cuadrado